Una película sublime, de lo mejor que se ha visto últimamente, una visión elegante y narrada a la manera de entonces, con ínter títulos y afectados aspavientos gestuales, y así, en un cine en el que la reivindicación de lo clásico suele chocar con las reticencias del gran público, su director, Michel Hazanavicius relata brillantemente su historia.
Este director galo cuenta con un reparto extraordinario, el francés Jean Dujardin como la decadente estrella de cine, George Valentin que se enamora locamente de la bailarina, futura promesa del nuevo cine que está aterrizando en Hollywood, Peppy Miller que interpreta la argentina Bérénice Bejo, y los actores John Goodman, Penélope Ann Miller, James Cromwell y Malcolm McDowell, este último casi como un “Cameo" en el film. Una mención aparte es el increíble perro, fiel “amigo” del personaje, que deja secuencias memorables en la película.
Una puesta en escena, cuidada al milímetro por cada detalle, desde los primeros planos, e inclusive desde la presentación de los nombre de los actores y demás personal técnico. Es como si se hubiera abierto una ventana a un tiempo tal vez no tan lejano, regresando a la sensación de no se un mero espectador; a aquellos años de sueños y frustraciones, de glorias y decadencias, de toda esa maquinaria llamada “made en Hollywood”.
Es también una crítica a la soberbia, y a la no adaptación de un mundo cada vez más cambiante. Una estrella del cine mudo que se diluye en los modernismos de una gigantesca urbe cinematográfica, en el mismo instante en que el sonido se apodera del cine y con él, una nueva manera de hacer sentir al público. La aparición de una nueva estrella, la historia de amor entre estos personajes magistralmente realizados por Jean Dujardin (una mezcla única de Rodolfo Valentino y Douglas Fairbanks con Fred Astaire y Gene Kelly) y Bérénice Bejo.
El resultado es mejor de lo que se espera, aunque a veces la historia se cuente tan vertiginosamente, que no sea tan medida en intenciones o se quede al menos un poco corta. Pero al mismo tiempo es muy honesta, un tributo y recordatorio excepcional, entre nostálgicas miradas a un mundo y a una manera de hacer y mirar trágicamente perdidos. En donde el espectador interactúa con la historia, pues donde no hay diálogos impuestos, la imaginación fluye sin tapujos. Donde lloras y ríes con absoluta naturalidad. Una muestra de una enorme capacidad para despertarnos emociones perdurables, como escuchar o gritar interiormente, desde el silencio.
Pero otra razón para verla, es la música. ¿Quién dijo que este cine era mudo?
Me quedo con una escena que no merece ninguna introducción, cuyo link os dejo a continuación, donde fue una hermosa sorpresa descubrir que el director escogiera la música de Alberto Ginastera: Danza del trigo, de su obra Danzas de “Estancia” op 8.
¡¡¡¡No dejéis de verla!!!!
http://www.youtube.com/watch?v=SmPt9il-Tdo&feature=related